Hace
tiempo una constante náusea le carcomía las entrañas y el insomnio se le
antojaba como sus últimos momentos, ésos en los que vería pasar toda su vida en
imágenes saliendo disparadas del pequeño baúl que guardaba en su cabeza.
Supónganse ¿cuántos segundos tiene una noche y cuántos se contienen en tres
seguidas?
Aún
puede adivinar la enjuta figura esbozada junto a su ventana, con ese cabello
que se acompasaba trágicamente por la brisa marina. Y así, transcurrían todas
esas madrugadas muertas y traviesas, esperando que la luna se adormeciera junto
a las estrellas, para dar paso al sol tiñendo el horizonte de color cítrico.
Todo
se había desencadenado a mediados de la primavera y ya pasado varios días desde
el comunicado; Fue entonces que decidió morir en cuatro despedidas o seis,
dependiendo del caso. Junto a esos segundos de tintes apocalípticos, el aire la
atrapó con ese olor metálico y rojo que se difuminaba en la indiferencia de un
cuerpo sin color. Ya ni sus uñas podían escarbar más en ese pecho que se
gangrenaba en una pena muda, ni su voz definir lo que ya estaba partiendo.
Sus
eternas compañeras, ahora apenas audibles, insistían con vehemencia sobre el
hedor de su desgracia, mientras ella se iba entre puñales invisibles. Y como
deseaba concederles la oportunidad de descargar su ira sobre lo que era en esos
momentos, en lo que se había convertido; Y no era fantasma, sino un gélido
personaje huyendo de su propio final.
Así,
los días se volvieron eternos olvidados, donde su eco monstruoso como
resurrección amarga y carmesí, brotaba desde el último peldaño de esa estancia
rancia y ciega que en profundo silencio camuflaba gritos internos. Así,
también, fue formándose la costra, por esas mil palabras viscerales que
cansadas se negaron a fluir desde su corazón; Y ese dolor encerrado se
doblegaba ante el aliento de esas voces poco audibles.
En
ese agónico transcurrir, cierta tarde un ardor la atravesó como alma de
demonio, y se detuvo en el rincón donde durmió hasta el anochecer.
A
ella un salvaje estremecimiento le recorrió la espalda, y sus manos se
apretujaron mutuamente contra su pecho.
“No
tengas miedo sólo estamos cayendo”. Justo en ese momento, algo simulo moverse
en la oscuridad y aquello derribó todo pensamiento de soledad. Adivino en la
penumbra unos ojos que reflejados, inundaban todo con efímera tristeza como el
más cruel de los olvidos. “Yo antes era otra…” le dijo voz ajena en aquel
abismo silencioso…Y desde esa noche le fue imposible dormir por esa sombra del
rincón que no dejaba de mirarla.
“¡La
muerte descarnada!” se decía; “…Que quiere colarse hasta mis huesos y
acuchillarlos sin piedad” concluía en un latido petrificado, cada vez que la
incertidumbre del ya no tener sueños se convertía en momentos de desesperación.
Pero todo se desmoronó imperceptiblemente tras la expulsión de aquel potente
grito cual mil voces comprimidas en un solo timbre, y ya esas pupilas, que
fijas la miraban desde el rincón ahora se posaron sobre el cristal de su
ventana. Sí, era definitivo, el momento había llegado.
Las
voces enmudecieron por el desolador frío que reinaba en aquella mortecina
tarde, y un anhelo se refugió en el oscuro designio que las obligaba a
reconocerse.
“¿Me
acompañas?...Duele” pronunció voz ajena sin siquiera voltear sus ojos hacia
ella. No sabía si dolía, ya que ahora era sólo un borrón ante el espejo encanecido,
que albergaba un compendio de emociones originadas en el tiempo de la ausencia,
donde se maullaban historias de sombras tristes que huían, desde y de ella; Y
corrían enloquecidas hacia una claridad absurda que intentaba ahorcarse a ratos
con los jirones del personaje atrapado en ese horizonte desnudo.
Y
allí, a la hora señalada fue cuando por fin se le escucho arañando su duelo,
vaciando la costra de esos grandes ojos anónimos que no atrevieron a acercarse,
orque dolía, destrozaba ver como borraban su mundo de juegos, donde se acunaba
noche tras día y era cubierto por abrigos distantes. Segundo siguiente aquella
piel fue diluida con recuerdos rojos.
Ya
era de comprender, que Nadie les regalaría dos mañanas seguidas, ni tampoco
Nadie les forjaría sonrisas a las tantas de la madrugada.
“¿A
quién dueles, ahora?” Se preguntaron entre sí, entrelazando sus dedos para
sentir mutuamente esa frialdad marmórea de la carne. Una de las dos debió haber
caído a los pies de la otra, y no fue así, ya que asemejaban luciérnagas
perdidas en ese todo de un ambiente suspendido, donde los minutos se agolpaban
deseosos por resbalar y romper lo que desde un principio estuvo destinado a
penetrar en el infinito como pedazos blancos y azules, a perderse en las
pupilas de la que quiso y ya no fue.
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