“Es de noche, otra noche,
Y ya se acercan los
demonios”
No estábamos hechas de otra cosa
que de dolor, y el dolor muere en las palabras, con el pecho abierto y
encallecida el alma.
Sucedió aquella tarde en la que
sin piedad, sin aviso y sin tiempo, esa pequeña boca que reía, comenzó a brotar
sangre dejando entrever unos dientes de leche. Sus gritos fueron acallados por
la lluvia y en su mente empezó a tejer un poema que no concluyó.
La piel de sus recuerdos se
erizó, tembló. Estaba donde se embriaga la noche, sentía sus latidos de
entonces, monstruosos, deseosos de otra sangre que no fuese la que se acumulaba
sobre el húmedo pavimento.
Caminaba por aquel parque desde
la tarde hasta que cayera la noche, deambulaba diariamente en busca de
respuestas, o tal vez, consuelo.
Un desconocido le había
arrebatado esa vida, la única vida por la que seguía con la suya.
Esos rumores a los que hizo
oídos sordos, esas mujeres que andaban con el miedo a flor de piel, ésas que le
quisieron hacer entrar en razón; a ésas ya no pudo verlas a los ojos.
Meses tras lo ocurrido aún continuaba
lloviendo fuerte. Los árboles parecían quietos, sin embargo susurraban como si
velaran a un enfermo.
Y ahí se encontraba bajo el
torrente, sin palabras, sin paraguas, empapada y temblando lunas que le
arrancaban muy despacio lo poco de llanto que le quedaba. Pero a pesar de esto,
sus pasos la encaminaron a esa casa frente al parque de juegos donde tiempo
atrás le fueran arrebatadas las entrañas, y sus muslos se pintarán de rojo
carmín por segunda vez, pero ésta, fue de un color más furioso. Y quiso
volverse ovillo en cualquier lugar oscuro de esas calles que eran un laberinto
de silencio.
El viento le trajo aromas que
pensó muertos, y fue ahí cuando se decidió en actuar, ya portaba la guadaña
disfrazada de soledad.
Suavemente se adormeció para
seguir soñando en lo pútrido de sí misma. Un columpio quieto en un parque
vacío, lluvia, algunos curiosos, una ambulancia histérica, mucha lluvia,
silencio, y muchos kilómetros más allá, una habitación infantil que comenzaba a
cubrirse de sombras.
Lo había visto deambular por el
segundo piso, lo vigilaba cada noche, con el grito atorado en la garganta, con
la ira paseando por sus venas. Aquella era la noche y la hora perfecta para
arrancarle el corazón. Él se le había vuelto una obsesión. Por su culpa ya no
quedaba nada de lo que ella había sido, era un despojo, una versión triste de
sí misma, restos de la persona que en vida era. Se había convertido en la
sombra de una pena.
Era tiempo de fortalecer las
piernas y echar andar con ímpetu a ese lugar donde se cruzan los caminos y
siempre regresa el enemigo. Pero aquel muro era tan grueso que ningún sonido
podría atravesarlo, ni siquiera el dolor de sus súplicas, y así ¿cómo podría
sobrevivir al naufragio que había llegado a su corazón?
El ruido de sus pensamientos era
tan fuerte que hacía sangrar sus oídos; estuvo contando los días y semanas pero
éstos se hicieron nada en el fondo de su reflejo que le hablaba como el rumor
del agua, lo que marcó un antes y un después.
“Pequeña muerta ¿a quién
reclamas tus alas extraviadas?” Se repitió al tiempo que abría la oxidada reja
que daba al antejardín. Y allí estaba entre tanta lluvia, esperándose, para
devolverse todos los sueños que se le cayeron, paso a paso. ¿Quién le había
robado todas esas sonrisas, quién le había quitado las miradas de su niña dulce?
Y así casi a escondidas por
velas consumidas entre madrugada y madrugada, se acercó al objetivo con una
pálida sonrisa. Éste, le daba la espalda mientras se le observaba inmerso en la
tarea de afilar un cuchillo.
Ella sin pensarlo dos veces le
hundió el atizador en los riñones, el corpulento desconocido se volteó con un
grito ronco, y alcanzó a asestarle una puñalada en el estómago. Se le empaño la
visión del lugar al que quería llegar, a ratos se sintió fuera de su cuerpo,
pero con las mismas ansias de lucha que en un principio. Y no hubo tiempo para
el asco, tuvo la frialdad de revisar minuciosamente la escena; el desconocido
se tambaleaba, eso sería una ventaja a la hora de la escapatoria.
Pero cayó sobre ella, riendo, y
ahora el panorama se le volvió tan repulsivo. Necesitaba sacudirse del espanto
aquel, salir y matar a las voces, entonces le arañó la cara y hurgo con furia
en la herida por la que se le escapaba la vida. El desconocido le espetó una
carcajada esperpéntica en plena cara y ella comenzó a despedirse de sus
fantasmas queridos. Se adormecía.
La noche era tan densa como el
destino tan hostil, las calles y los rostros dejaron de tener nombre y la carne
se le convirtió en poema, mientras las historias tejidas entre sus dedos se le
desbordaban por una exánime garganta. El corazón se le incendió y ya olía la
tristeza del aire sin luz; rasguñando en su memoria dio con su niña nebulosa,
la pronunció con todos los pétalos de su piel. La vio llorar e intentando
consolarla atravesó la pared que las separaba, y allí comprendió que la muerta
era ella.
Aquel verano fue invierno y sólo
duro poco tiempo, porque la justicia es ciega y sorda…Y ya esas voces que se
cruzaban emergiendo de la inalterable paranoia de mirar cada costado, cada
esquina o acera, se fueron disipando con el fuertísimo olor que provenía de la
casona frente al parque de juegos, donde fueron descubiertos dos cuerpos en
plena descomposición, ambos estampados en un grito de guerra.