"...Avivando al límite postreros ardores
Serán
dos antorchas ambos corazones
Que, indistintas luces, se reflejarán
En nuestras dos almas, un día gemelas"
(La muerte de los amantes: Charles Baudelaire)
Mis
dedos se enredaban en ese mar de fierros, mis ojos tratando de buscarte, mis
gemidos cada vez más
débiles se unieron a tu
respirar que sentía
por algún lugar cercano.
No
decías palabra y eso me
desesperaba, hace minutos atrás
me hablaste de todo un poco. Hace minutos, justo cuando me miraste y me tocaste
la mejilla con tu derecha y la otra en el volante, en ese instante, la sombra
atroz de las circunstancias se nos vino encima. Una monstruosa máquina de carga nos redujo a amantes torturados,
prisioneros entre latas.
Al
fin tocaba algo parecido a tu mano, la agarré
con fuerza al tiempo que trataba de sacudirte y obtener respuesta, cualquiera,
sólo respuesta. De mis ojos
se desprendió
la lágrima del deseo perdido.
Ya no respirabas, no hubo necesidad de comprobarlo, sentí tu despedida, tu beso
tibio.
Tardaron
casi una eternidad en aparecer con ayuda, cuando al fin pudieron despejar los
escombros, se encontraron con aquel escenario. Las manos unidas en un triste
intento por rescatarse mutuamente, los amantes habían desparecido. Uno
primero, el otro más
tarde…La escena era dantesca, sangre, carnes abiertas. Pero dentro de todo eso,
se adivinaba el latir que en vida se habían
entregado aquellos,
ésos a los que hoy,
pasajeros que transitan cerca de la carretera les rinden culto con velas y
oraciones silenciosas, a la animita que en otros tiempos erigieron en señal de ese amor eterno.
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