Ayer la mataste en un bello y tranquilo
sueño, en el que parecía embriagada de algo similar a la felicidad; La
apuñalaste en un triste y último abrazo, en ese preciso instante comenzaron tus
noches de insomnio.
Al
principio no te diste cuenta que lo causaba, pero luego de la primera “visión”
en que subías descalzo una montaña y con los bolsillos llenos de piedra, la
veías en la cúspide con su cara donde se dibujaba una leve mueca un tanto
desencantada e irónica, pues al fin y al cabo se sentía profundamente sola y
quería llevarte con ella; Y tú pensando en que ya la habías abandonado del
todo, que habías quebrado en mil pedacitos
lo único que te quedaba, su recuerdo.
Afligido
por las circunstancias, te entregaste a tu obligada rutina de café hasta las
tantas, y descontrol, golpeándote la cabeza contra las paredes de esa horrida
habitación plagada de sudores de antaño. Ya nada te animaba ni te daba fuerza
necesaria para continuar las siguientes y siguientes horas, no recordar nada de
nada no era tu problema, y optaste para que la ambigüedad se adueñará de ti, de
tus actos, de todo, todo lo que envolviera tu nombre.
Así
se sucedieron los minutos de tu pasar, pero llegó cierto día en que el
cansancio te carcomía desde adentro y amenazaba tu existencia, sólo basto un
leve pestañeo para ver la luz de algún extraño sol, reflejarse en sus carnes
desnudas, manchadas de la culpa de asesinarla tanto en vida como en sueños,
porque ya no te quedaba más remedio. Sacudiste la cabeza enérgicamente y te
propusiste a emprender aquel viaje que tanto habías postergado.
En
una calurosa tarde, sentado, más bien desparramado en el suelo de la cocina, te
abriste los brazos en canal, y te fuiste, pero cuando llegaste, ella te
esperaba, porque lo que no recordaste es que los muertos no sueñan porque su
realidad ya es un sueño.
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