Oliver había nacido en el circo, su
madre había sido sacrificada a las pocas semanas de él haber llegado al mundo,
las leonas fueron sus nodrizas.
Oliver, fue criado entre viajes,
risas, amigos humanos y amigos de otras
especies. Se llevaba muy bien con Dulce la monita titi, que ayudaba en el acto
de magia al payaso Antoneto. Luego de cada función, ella se acercaba a la jaula
y le contaba como era el olor de los niños, cada uno tenía un perfume
distinto, lo que le disgustaba era que
la agarrarán en cada momento cuando se tomaban las fotos del recuerdo. El
elefantito nunca había conocido a un niño de cerca, a él lo dejaban en el
centro del escenario y no permitían que se acercará demasiado al público; La
primera vez que trató de hacerlo (porque vio una manita que se agitaba en el
aire, un saludo infantil pensó él), sintió una fuerte punzada en su costado
izquierdo, retrocedió y vió la cara de su domador que sonreía entre aplausos.
Desde ese momento el joven Oliver supo que no era su derecho conocer a personas
ajenas al circo, ni siquiera a los niños que viajaban con él en la caravana,
una vez quiso acariciarle con su trompita el cabello a la hija del
contorsionista, pero a lo lejos divisó a su domador y retrocedió pocos pasos en
su jaula hasta internarse en las sombras.
Así siguieron sus años en el circo, hasta su domador murió,
y llegó otro reemplazante, una persona malvada, él lo supo desde el segundo en
que se paró frente a su jaula y le dijo:
- Eres un bicho más…Nada que no pueda controlar –
Oliver ya era adulto, amigos humanos ya no tenía y entre los
animales varios habían partido. Le enseñaron nuevos trucos, algunos difíciles
de hacer a la primera, el nuevo domador se encargaba que de que aprendiera
rápido. Tanto fue así que una vez no hizo su número porque estaba muy enfermo,
le dolían las costillas y no se podía mantener en pie, tenía mucha fiebre, pero
al día siguiente tuvo que pararse en el escenario y esforzarse por cumplir en
su trabajo.
Antoneto a veces lo iba a visitar, pero en la mayoría estaba
ebrio y si no le cantaba, le lloraba. Pero Oliver no se quejaba, no le
importaba el olor a licor barato, porque al menos durante pocos minutos tenía
una compañía.
Era el día del gran estreno, eso había escuchado por
semanas, llegaban a una nueva ciudad, una más grande y con más público, más
niños y más ganancias; Porque ahora también, aparte del circo, habían montado
otro negocio, luego de las funciones, se podía seguir disfrutando en la pequeña
feria con juegos y dulces.
Antes de cada función, como era costumbre de su domador se
acercaba a la jaula, y con látigo en mano, le advertía que siguiera sus
instrucciones. Ya estaba cansado del trato que recibía, cada uno de los golpes
los tenía grabados con día y hora. Y llegó el momento del acto de Oliver, esta
vez le pusieron un cuello de encajes, y así fue dirigido hasta el centro del
escenario, los primeros minutos lo hizo bien, hace días sus patas le estaban
fallando, y cuando se tuvo que sostenerse en una, no pudo y recibió una
horrible punzada en sus costillas, Oliver entre el dolor e ira, lanzó una
trompada a su domador haciéndole que éste cayera de bruces y soltará el látigo
y el otro instrumento de tortura. Entre la expectación de la concurrencia, el
elefante pisoteó al hombre caído y salió de la carpa lo más rápido que pudo,
entre gritos, llantos e inútiles esfuerzos por contenerlo.
Oliver huyó sin rumbo fijo, se alejó entre frondosos
bosques. Escondido entre el trinar de pajarillos y la humedad de los árboles,
sabía que lo buscaban, incluso llegó a temer aquella noche en la que sintió
disparos al aire y varias voces acercándose.
Varios días estuvo en busca de comida, hasta que encontró
ese lago y supo que ese sería su hogar. Por las tardes, cerraba los ojos y
volaba junto a las aves, cuando los abría ya era de noche y conversaba con los
grillos y las mariposas, se tendía entre hojas secas y era una ardilla o una
liebre. Podía ser muchas cosas a la vez, tenía esa capacidad.
Tiempo, no sabe con certeza cuánto, pasó por él. Sus días
los hacía entre el bosque y el lago, y poco a poco se sintió observado desde el
frente.
Muchas personas acudieron al lugar, tras haber escuchado la
leyenda del elefante que vivía en un bosque que estaba en medio de la ciudad,
necesitaban comprobarlo. No entendían lo que hacía cada mañana, se paraba a las
orillas del lago y agachaba la cabeza por varios minutos, cierta vez estuvo así
por casi una hora.
Oliver, era muchos animales, ahora sólo sabía de las
criaturas del bosque, no recordaba nada más, ni siquiera sabía que era él. Por
eso cada mañana se acercaba al lago, y observaba su reflejo en el agua,
tratando de reconocerse a cual de todas las criaturas a su alrededor pertenecía.
“¿Qué es lo que soy?”, se preguntaba
todos los días.