domingo, 7 de septiembre de 2014

LA CANCIÓN DE LA CARNE



Lo que turbaba no era el silencio, eran esos ojos que le miraban como posesos de tristeza, desde el otro extremo de la habitación, lo que le atormentaba era esa piel que se fundía a la blanca sábana tendida minutos antes.
Acurrucada criatura, que se pegaba contra la pared, con las uñas enterradas en las mejillas y el pelo pegoteado de sudor. La tenue luz que lograba entrar a través de las carcomidas tablas de la ventana, iluminaba la soledad en su estado más puro, destacando toda la pasión que en horas transcurridas de ese día, fue único motivo por el que la había hecho acudir a la cita.
Y ella había llegado puntual, reluciente en su vestido de domingo, y su sonrisa de santurrona. Habían quedado en que ese sería su último encuentro, ya no daba para más.
Él, noches dándole vueltas y vueltas a tan ansiada velada, ella, desesperada para que llegará tan dichoso día y así deshacerse por fin del parásito ése.
“Y ahora muestra los dientes en esa maldita y fingida sonrisa de puta arrepentida”, se dijo él para sus adentros mientras la tomaba por la cintura.
Ella se dejó llevar hasta la cama, más bien lanzar sobre el desorden de mantas. Tiró del lazo que sujetaba la parte superior del vulgar vestido, y dejó al descubierto el sostén de encaje. Él se apresuró en descalzarse de las botas y deshacerse de sus pantalones.
Ya no quería "amor", quería venganza. Se lo podría hacer como a una puta barata que encontró en una esquina hace meses atrás, y a cambió de unos cuantos billetes, tuvo ese orgasmo que necesitaba.
Ella sonrió sin siquiera pensar lo que le esperaba, pero pudo adivinarlo en cuanto ese bulto de carne malparido se le tiró encima con sus 73 kilos y comenzó a estrangularla, ella hacía ruidos sordos e ininteligibles que él tradujo como palabras de auxilio.
Mientras más sentía ese cuello en sus manos, más próximo al éxtasis estaba. Pero no extinguió esa vida de bicho rastrero que tenía entre sus dedos. Ella lo golpeó en el pecho y deshaciéndose en toses logró bajar de la cama y arrastrarse hasta la puerta, pero cuando quiso abrirla, con horror notó que no había pomo del cual girar; Entonces se arrinconó contra una esquina de la habitación, tosiendo y agarrándose el cuello. Él se acercaba lento pero seguro hacia ella, descalzo con el pene erecto y una sonrisa sádica de oreja a oreja.
Ella giró la cabeza desesperadamente varias veces tratando de encontrar una salida.
Pero él ya se encontraba casi rozándola, se agachó y le apretó la mandíbula como queriendo forzar la mueca de un beso. Ella lloraba ruidosamente, la agarró del brazo tirándola hacia él, la mujer miró de reojo y se percató que la erección había desaparecido y que ahora ese miembro colgaba fofo entre las piernas peludas.
- ¡No era por ti, perra, no era por ti!- Le contestó él descifrando esa mirada.
Al final y después de tanto jaleo logró atarla a las patas de la cama, con una cuerda que había recogido en la playa y pensada enfermamente especial para estos casos.
En las muñecas de ella, hilos de sangre comenzaban a correr, el vulgar vestido a flores lilas y fondo blanco lo tenía pegado de sudor al cuerpo.
- ¡Deja de llorar, puta, no soportó tus chillidos!- Le gritó lanzándole una patada de talón en las costillas, ella se encogió y tosió.
Al parecer ella se desmayó por unos minutos porque cuando volvió en sí, él se encontraba mirándola con un destornillador en la mano. Y de ahí, no recuerda más…Sólo que a los tres días después la encontraron amarrada de pies y manos al viejo catre y con sus ojos mirando al vacío, perdidos como buscando respuesta…Respuesta, que nunca llegó.

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