Quiso hacerla suya, eternizarla como a una diosa. Venerarla como lo hacía todos los días, observarla en su pedestal, callada como una muerta, inmóvil como una estatua, pero irradiando esa única belleza que proporcionan los atardeceres y la pronta visión de las estrellas en la oscuridad.
Él, le había entregado su tiempo, su
esfuerzo…Su vida, y ahora, ella le exigía su alma.
Desde su pedestal, lo miraba sin ver, sus
ojos ya no brillaban, había perdido su esencia.
Ella que era toda ella, incluso, hasta el
momento en que le arrancó las piernas para que no huyera, y la lengua para que
no gritará más allá del amor que él se imaginaba le profería.
...Le regaló una última caricia y una última
mirada, después la apretó con sus manos y la arrojó con fuerza por el balcón.
Mientras miraba como yacía en el asfalto hecha mil pedazos entre jirones de
carne y sangre...De repente, observó atentamente, y adivinó entre la multitud
que la rodeaba, como esos ojos que estaban vacíos se iluminan sólo una
centésima de segundo, para luego extinguirse del todo.