Iba por la calle
recogiendo gatos. Los recién nacidos y los sarnosos. En fin, todo lo que
maullará. Por eso le decían la Loca de los Gatos. Es de suponer que la vivienda
de alguien así reciba el apodo de su propietaria, una anciana anoréxica con un
par de charcos de tristeza en la mirada...
Una mañana invernal se
oyó un disparo, irrumpió al instante en la habitación para comprobar que su
padre se había suicidado. Luego a los días, se enteraron que estaban en
bancarrota, todo por lo que habían luchado les fue arrebatado, y a los pocos
años, su madre moriría de pena.
Su hermano mayor había
desaparecido en el extranjero, nunca más se supo de él. Ella, en cambio, había
fijado sus ojos en un mal hombre con quien se casó y éste aparte de romperle el
corazón una y otra vez, de hacerle perder la cordura, había huido con una de
sus amantes y lo poco y nada que a ella le quedaba de la fortuna familiar.
Y así encontró en las
copas el bálsamo a su soledad. El alcohol le hizo remontar las calles y los
bares; le encantaba el aturdimiento que provoca la embriaguez, la llana
algarabía que produce la batahola del brindis, y así fue disipando el esplendor
de su belleza, consumiendo en juergas sus encantos, rifando su cuerpo por una
migaja de cariño y de besos. Sí, juntas andaban ella y su tristeza.
Fue entonces una
madrugada de vómitos en la que se miró al espejo. Y el espejo le devolvió la
piltrafa de una mujer incapaz de fijar la atención ni mantener el pulso firme
que requiere el simple acto de escribir un par de líneas. Caminó sin rumbo pero
el rumbo tenía como destino los acantilados. Desde las agudas rocas de la
orilla del mar donde las olas se despedazan, se vio a una mujer en el filo del
precipicio. Demasiado al borde para que se tratará de alguien ensimismado en la
visión que produce el horizonte al alba.
Y ya a punto, sintió un
movimiento tibio rozando sus tobillos, y lo que se movía y daba vuelta
alrededor de sus pies desnudos, tenía cola, ojitos y bigotes. Se estremeció,
pero aún así lo apartó de una patada, el gato insistió. Buscaba el calor de sus
pantorrillas, la caricia de esas manos ásperas. Era muy pequeño, de color
pardo, quizá tenía seis o de repente ocho semanas de nacido. Se enojó. Estaba
aún ebria. Lo apartó de otro puntapié y el gato fue a caer al precipicio. Sólo
entonces recapacitó en lo que había hecho. Pasmada no se atrevió a mirar hacia
el abismo. De pronto, unos maullidos desesperados treparon por la pendiente. El
gatito estaba vivo en una leve saliente. Se arrodilló y estiró el brazo lo más
que pudo, rescatándolo. Y cayó en la cuenta de quien había rescatado a quien.
Melancolía del atardecer
y al oscurecer para la anciana ningún gato era negro, al menos, los suyos.
Caminando por el jardín iba nombrándolos, uno a uno, hasta llegar a los 100, y
darse cuenta que allí estaban sus 100 razones para seguir respirando.
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