En un bosque existía una
gran comunidad de conejos completamente blancos; Durante años y ya varias
generaciones habían vivido, bueno, como conejos blancos. Con la única ocupación
de comer, dormir, procrearse y jugar por el campo. Cierto día, Martín, el más
joven del grupo, se acercó al río a beber un poco de agua.
Sucedió en aquella tarde
soleada donde los rayos de luz atravesaban hojas de árboles e impactaban en el
agua cristalina del arroyo. Y así mismo, Martín pudo percatarse de su reflejo;
Al principio no se reconoció pues en apariencia lucía como cualquier otro
miembro de su familia. Inclusive pensó que alguno de sus hermanos había sido
arrastrado por la corriente. Pero luego se percató que esa figura al fondo del
río no era otro que él mismo. Desconcertado, corrió rumbo al hogar y lo que
entonces vio, lo aterró por completo: Todos los conejos lucían exactamente
igual, ya no estaba seguro si padre era madre, o hermano era tía; Esto no era
posible, él siempre se supo distinto a los demás y tenía mantenerlo. Así
comenzaron los esfuerzos del pobre Martín para destacar sobre los otros. Cuanta
cosa no hizo: Arrastrarse en el lodo para oscurecer su pelaje pero aun así,
seguía luciendo como todo conejo de su familia, sólo que más sucio. Desesperado
el joven Martín, pensó en deshacerse de todo aquello que a sus ojos lo
encasillaba como conejo. Se cortó las orejas y arrancó sus dientes. Pero no fue
suficiente, demacrado, continuaba viéndose como conejo.
Sin
lugar a dudas, el problema debía radicar en sus costumbres. Tal vez si actuaba
de extraña manera ante sus pares sería distinto otra vez. Dejó de jugar, dormir
y finalmente de comer. Enfermo y casi moribundo como se encontraba, se dirigió
al río para observar su reflejo una vez más… ¡Por fin, lo había logrado!, su
aspecto ya no era el de un conejo sino el de un cadáver errante.
En ese preciso instante
las patas le temblaron y cayó muerto, hundiéndose en el reflejo de su propia
estupidez.