martes, 29 de noviembre de 2016

LA SOMBRA DE MARTÍN




En un bosque existía una gran comunidad de conejos completamente blancos; Durante años y ya varias generaciones habían vivido, bueno, como conejos blancos. Con la única ocupación de comer, dormir, procrearse y jugar por el campo. Cierto día, Martín, el más joven del grupo, se acercó al río a beber un poco de agua.
Sucedió en aquella tarde soleada donde los rayos de luz atravesaban hojas de árboles e impactaban en el agua cristalina del arroyo. Y así mismo, Martín pudo percatarse de su reflejo; Al principio no se reconoció pues en apariencia lucía como cualquier otro miembro de su familia. Inclusive pensó que alguno de sus hermanos había sido arrastrado por la corriente. Pero luego se percató que esa figura al fondo del río no era otro que él mismo. Desconcertado, corrió rumbo al hogar y lo que entonces vio, lo aterró por completo: Todos los conejos lucían exactamente igual, ya no estaba seguro si padre era madre, o hermano era tía; Esto no era posible, él siempre se supo distinto a los demás y tenía mantenerlo. Así comenzaron los esfuerzos del pobre Martín para destacar sobre los otros. Cuanta cosa no hizo: Arrastrarse en el lodo para oscurecer su pelaje pero aun así, seguía luciendo como todo conejo de su familia, sólo que más sucio. Desesperado el joven Martín, pensó en deshacerse de todo aquello que a sus ojos lo encasillaba como conejo. Se cortó las orejas y arrancó sus dientes. Pero no fue suficiente, demacrado, continuaba viéndose como conejo.
Sin lugar a dudas, el problema debía radicar en sus costumbres. Tal vez si actuaba de extraña manera ante sus pares sería distinto otra vez. Dejó de jugar, dormir y finalmente de comer. Enfermo y casi moribundo como se encontraba, se dirigió al río para observar su reflejo una vez más… ¡Por fin, lo había logrado!, su aspecto ya no era el de un conejo sino el de un cadáver errante.
En ese preciso instante las patas le temblaron y cayó muerto, hundiéndose en el reflejo de su propia estupidez.

100 GATOS


Iba por la calle recogiendo gatos. Los recién nacidos y los sarnosos. En fin, todo lo que maullará. Por eso le decían la Loca de los Gatos. Es de suponer que la vivienda de alguien así reciba el apodo de su propietaria, una anciana anoréxica con un par de charcos de tristeza en la mirada...

Una mañana invernal se oyó un disparo, irrumpió al instante en la habitación para comprobar que su padre se había suicidado. Luego a los días, se enteraron que estaban en bancarrota, todo por lo que habían luchado les fue arrebatado, y a los pocos años, su madre moriría de pena.
Su hermano mayor había desaparecido en el extranjero, nunca más se supo de él. Ella, en cambio, había fijado sus ojos en un mal hombre con quien se casó y éste aparte de romperle el corazón una y otra vez, de hacerle perder la cordura, había huido con una de sus amantes y lo poco y nada que a ella le quedaba de la fortuna familiar.
Y así encontró en las copas el bálsamo a su soledad. El alcohol le hizo remontar las calles y los bares; le encantaba el aturdimiento que provoca la embriaguez, la llana algarabía que produce la batahola del brindis, y así fue disipando el esplendor de su belleza, consumiendo en juergas sus encantos, rifando su cuerpo por una migaja de cariño y de besos. Sí, juntas andaban ella y su tristeza.
Fue entonces una madrugada de vómitos en la que se miró al espejo. Y el espejo le devolvió la piltrafa de una mujer incapaz de fijar la atención ni mantener el pulso firme que requiere el simple acto de escribir un par de líneas. Caminó sin rumbo pero el rumbo tenía como destino los acantilados. Desde las agudas rocas de la orilla del mar donde las olas se despedazan, se vio a una mujer en el filo del precipicio. Demasiado al borde para que se tratará de alguien ensimismado en la visión que produce el horizonte al alba.
Y ya a punto, sintió un movimiento tibio rozando sus tobillos, y lo que se movía y daba vuelta alrededor de sus pies desnudos, tenía cola, ojitos y bigotes. Se estremeció, pero aún así lo apartó de una patada, el gato insistió. Buscaba el calor de sus pantorrillas, la caricia de esas manos ásperas. Era muy pequeño, de color pardo, quizá tenía seis o de repente ocho semanas de nacido. Se enojó. Estaba aún ebria. Lo apartó de otro puntapié y el gato fue a caer al precipicio. Sólo entonces recapacitó en lo que había hecho. Pasmada no se atrevió a mirar hacia el abismo. De pronto, unos maullidos desesperados treparon por la pendiente. El gatito estaba vivo en una leve saliente. Se arrodilló y estiró el brazo lo más que pudo, rescatándolo. Y cayó en la cuenta de quien había rescatado a quien.

Melancolía del atardecer y al oscurecer para la anciana ningún gato era negro, al menos, los suyos. Caminando por el jardín iba nombrándolos, uno a uno, hasta llegar a los 100, y darse cuenta que allí estaban sus 100 razones para seguir respirando.